martes, 18 de diciembre de 2012

Amarse en braille.

A solas.
De manera descendente, los dedos de él se entrelazan con su pelo y ella se aferra a los de él como un clavo ardiendo en deseo.
Ligeramente ella posa sus manos sobre su cintura, acariciándole al compás.
Y el comienza a leer:
Le acaricia la mejilla y posa sus dedos sobre sus labios, se deja besar. Y el índice como un pincel acaba descendiendo, comienza a dibujar su piel, sus curvas. Se detiene en aquellos precipicios donde se puede contemplar el mundo, y lo controla bajo la intensidad de sus lascivas manos. Se dejan llevar.
Ahora ambas manos al ritmo se dejan caer desde la cintura a las caderas, sin paracaídas.
Ambos rostros distanciados ni se miran en la penumbra, ella se deja ir y cierra los ojos, él solo mira la belleza de algo que no es el final tan solo es el principio de la bomba de confeti que te espera a la vuelta de la esquina como decía aquella canción de Marwan. Acaricia sus muslos y asciende.


Deja sus dedos palpitar y ellos siguieron bailando, amándose en braille.

Espasmo, felicidad y un cigarro a medias.
Quédate a dormir. 




domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Porqué nunca me subieron a la barquita del delfinario?

Todo se remonta a un recuerdo de niñez, en los maravillosos años 90.
Recuerdo como siempre había querido subir a la barquita y dar aquella vuelta a la piscina del delfinario del Zoo de Madrid, conducida por delfines.
No me preguntéis porque pero aquellos animalitos acúaticos siempre me llamaron la atención y aún me causa fascinación verlos saltar pensando que en su salto buscan la libertad, que aquella piscina que entonces me parecía enorme para ellos se les quedaba pequeña a comparación del océano.
Todo niño tuvo una etapa en la que quería ser veterinario, así empecé yo. Hasta darme cuenta del gran pánico a la sangre y a los reptiles. Como a mí me gustaban los delfines yo quería ser "cuidadora de los delfines del zoo" así lo exponía cuando me preguntaban la típica frase: ¿Qué quieres ser de mayor?

A pesar de mis ruegos nunca conseguí subir a esa barquita.
Años después ya en etapa de madurez recordaba con mi madre aquella pregunta, ¿porqué nunca me subisteis a la barquita?
La respuesta de mi madre no era ni mucho menos lo que yo me esperaba.
Te quisimos subir pero te daban miedo los delfines.
Mi cara fue de asombro pues nunca les he tenido miedo, entonces me remonte a aquellos años en mi memoria, y no recordaba que me quisieran subir, pero si recordaba un miedo y el miedo era al agua de aquella piscina inmensa, a caer de la barca y no saber salir a la superficie, a ahogarme. A mí.

Hace poco lo recordé toda esta historia y me hizo darme cuenta que mi miedo a mí misma, mi desconfianza a no salir de aquel agua es el mismo miedo que expreso día a día con mis inseguridades, mi miedo a que me hagan más daño del que ya me han hecho era el espejo a que los cuidadores de aquel delfinario llegasen demasiado tarde como para ayudarme. A que lleguen demasiado tarde para salvarme.
Miedo, inseguridad, desconfianza. ¿Cómo podemos desconfiar de nosotros mismos pues somos los que mejor nos conocemos? Hablando a solas en la oscuridad, bajo el amanecer o frente a un cigarrillo humeando preguntas a veces sin respuesta alguna.

Pues sí, si a alguien tenemos que temer es nosotros mismos, pues no sabemos cuando podemos fallarnos.